... Con las Alas del Alma desplegadas al vient¤ ...

miércoles, 19 de enero de 2011

El Aleph


O God, I could be bounded in a nutshell and
count myself a King of infinite space.
Hamlet, II, 2

But they will teach us that Eternity is the
Standing still of the Present Time, a Nuncstans (ast the Schools call it); which neither
they, nor any else understand, no more than
they would a Hic-stans for an Infinite
greatnesse of Place.
Leviathan, IV, 46


La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa
agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las
carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de
cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo
ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el
universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana
devoción la había exasperado; muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin
esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el treinta de abril era su
cumpleaños; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos
Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez
ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo
estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de perfil, en
colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de
Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del
divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco
Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo;
Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón... No estaría
obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros:
libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después,
que estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta de abril sin
volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco
minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una
lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es
natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con un alfajor
santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos
y vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es
tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es
rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz;
aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A
dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana
sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo
insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como
Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la
obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable.
"Es el Príncipe de los poetas de Francia", repetía con fatuidad. "En vano te revolverás
contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas."
El treinta de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país.
Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una
vindicación del hombre moderno.
—Lo evoco —dijo con una animación algo inexplicable— en su gabinete de estudio,
como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de
telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas
mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX
había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora,
convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las
relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía.
Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos
novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente CantoPrólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga
ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la
soledad. Primero, abría las compuertas a la imaginación; luego, hacía uso de la lima. El
poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no
faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.
Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio,
sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan
Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción:
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
no corrijo los hechos, no falseo los nombres,
pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.
—Estrofa a todas luces interesante —dictaminó—. El primer verso granjea el aplauso
del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta,
sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un
implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica),
no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración,
congerie o conglobación; el tercero —¿barroquismo, decadentismo; culto depurado y
fanático de la forma?— consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto, francamente
bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfadados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite, ¡sin
pedantismo!, acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos
de apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera
a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano...
Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo.
¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario
profuso. Nada memorable había en ellas; ni siquiera las juzgué mucho peores que la
anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las
virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no
estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera
admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para
otros. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo
contadas veces, trasmitir esa extravagancia al poema(1).
Una sola vez en mi vida he tenido ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del
Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la
flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy
seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta
empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez
del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más
de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales
casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres
de Alvear en la calle Once de Septiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños
turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de
la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la
relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa:
Sepan. A manderecha del poste rutinario
(viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
se aburre una osamenta —¿Color? Blanquiceleste—
que da al corral de ovejas catadura de osario.
—Dos audacias —gritó con exultación—, rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito. Lo
admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el
inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni
nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra,
el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar
con horror pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso,
por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima
charla con el lector; se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y
la satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo, blanquiceleste? El pintoresco
neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin
esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería
compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra
melancolía.
Hacia la medianoche me despedí. Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en
la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la leche, en el
contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri —los propietarios de mi
casa, recordarás— inaugura en la esquina; confitería que te importará conocer". Acepté,
con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el "salón-bar",
inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las
mesas vecinas, el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por
Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la
instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:
—Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más
encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un
depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora
abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea
para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario,
lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos; luego, más
benigno, los equiparó a esas personas, "que no disponen de metales preciosos ni
tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de
tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro". Acto continuo
censuró la prologomanía, "de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote,
el Príncipe de los Ingenios". Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra
convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste.
Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la
singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco
fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración
rencorosa, que no creía errar en el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en
todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me
empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los
fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección
formal y el rigor científico, "porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de
galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad". Agregó que
Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes
con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club
de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los
jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba
de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el
tema del prólogo, describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por
Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban:
a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo
explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar
hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro.
Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que
ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse
a receptáculo de las inútiles y quizá coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente, nada ocurrió —salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel
hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló.
Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó
que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería,
iban a demoler su casa.
—¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! —repitió,
quizá olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo
cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo; además, se trataba de una casa
que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi
interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo,
el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los
obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad
proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dijo que le
hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir
para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la
casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los
puntos del espacio que contienen todos los puntos.
—Está en el sótano del comedor —explicó, aligerada su dicción por la angustia—. Es
mío, es mío: yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano
es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un
mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un
mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el
Aleph.
—¿El Aleph? —repetí.
—Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde
todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía
comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema!
No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor
Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
—Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
—La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la tierra
están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros
de luz.
—Iré a verlo inmediatamente. Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho
para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me
asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco.
Todos esos Viterbo, por lo demás... Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer,
una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias,
distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación
patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente,
siempre nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba,
como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el
piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en
torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al
retrato y le dije:
—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para
siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro
pensamiento que de la perdición del Aleph.
—Una copita del seudo coñac —ordenó— y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el
decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta
acomodación ocular. Te acuestas en el piso de baldosas y fijas los ojos en el
decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo.
Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El
microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum
in parvo!
Ya en el comedor, agregó:
—Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en
breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que
la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos
Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un
ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.
—La almohada es humildosa —explicó—, pero si la levanto un solo centímetro, no
verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese
corpachón y cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa; la
oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente
comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno.
Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio;
Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme. Sentí
un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un
narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph. Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de
escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado
que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi
temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los
emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo
es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y
la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se
dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas
inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me
negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría
contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble:
la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he
visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de
que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que
vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es.
Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de
casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese
movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba.
El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba
ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas
cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso
mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en
el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos
inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y
ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace
treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas
de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de
arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo
cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes
hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de
Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo
solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran
en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en
Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin
nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo
multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el
alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando
tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras
oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes,
marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa,
vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles,
precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la
Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la
circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la
muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra
vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo
y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre
usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. Sentí infinita veneración, infinita lástima.
—Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman —dijo una voz
aborrecida y jovial—. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta
revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!
Los zapatos de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra,
acerté a levantarme y a balbucear:
—Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
—¿Lo viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso,
evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a
aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli, que a nadie
¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo
abracé, al despedirme, y le repetí que el campo y la serenidad son dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares
todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no
me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de
insomnio, me trabajó otra vez el olvido.

Posdata del primero de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble
de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del
considerable poema y lanzó al mercado una selección de "trozos argentinos". Huelga
repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de
Literatura(2). El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero, al doctor Mario
Bonfanti; increíblemente, mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez
más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo
ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma
(no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor
Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su
nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada.
Su aplicación al disco de mi historia no parece casual. Para la Cábala, esa letra significa
el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un
hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y
es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos,
en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió
Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos
los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por
increíble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de
la calle Garay era un falso Aleph. Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul
británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de
Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a
Iskandar Zú al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el
universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres —la séptuple copa de Kai
Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo
que Luciano de Samosata pudo examinar en la luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza
especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo
universal de Merlin, "redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio" (The Faerie
Queene, III, 2, 19)—, y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores (además del
defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la
mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una
de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo,
pero quienes acercan el oído a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su
atareado rumor... La mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros
templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las
repúblicas fundadas por nómadas es indispensable el concurso de forasteros para todo
lo que sea albañilería".
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y
lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y
perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.
A Estela Canto

(1) Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira que fustigó con rigor a los malos
poetas:
Aqueste da al poema belicosa armadura
De erudicción; estotro le da pompas y galas.
Ambos baten en vano las ridículas alas...
¡Olvidaron, cuidados, el factor HERMOSURA!
Sólo el temor de crearse un ejército de enemigos implacables y poderosos lo disuadió
(me dijo) de publicar sin miedo el poema.
(2) "Recibí tu apenada congratulación", me escribió. "Bufas, mi lamentable amigo, de
envidia, pero confesarás —¡aunque te ahogue!— que esta vez pude coronar mi bonete
con la más roja de las plumas; mi turbante, con el más califa de los rubíes."

Jorge Luis Borges.



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