No deja de sorprenderme escuchar a muchas personas, en especial
jóvenes, afirmar sobre sí mismas: "Soy así, como soy". El escritor español Javier
Marías señaló en uno de
sus artículos recientes: "Una de las características de esta época
haragana y reacia al esfuerzo es la tendencia a persuadir a todo el mundo de
que no tiene que avergonzarse ni arrepentirse de nada y ha de estar muy
orgulloso de cómo es."
Hasta no hace tanto tiempo teníamos una cierta percepción de nuestras
deficiencias y nos esforzábamos en superarlas. Si no lo lográbamos, al menos
tratábamos de disimularlas. Dice Marías: "El ignorante intentaba dejar de
serlo; el zafio observaba y aprendía a comportarse; el inmensamente gordo
adelgazaba o se vestía con ropas que no hicieran resaltar su obesidad, sino que
la atenuaban; el demasiado peludo no iba por la calle con una camiseta sin
mangas, y quien padecía unas carnes flácidas no las enseñaba."
Se ha producido un cambio radical: hoy las personas exhiben, hasta con
orgullo, eso que antes ocultaban. Hacerlo supondría discriminar entre mejor y
peor, lo que resulta intolerable para la sociedad actual. Así lo resume Marías:
"La propaganda vigente es la de los brutos, que siempre han existido, pero
no eran predominantes: ¿Qué pasa? Soy así y a mucha honra. Soy ignorante, soy
zafio, soy una foca, soy un orangután, soy un pellejo colgante, y como tal me
exhibo, orgulloso de mi ser."
Esa actitud contribuye a explicar las dificultades que hoy supone
socializar y educar a las nuevas generaciones que sienten que el esfuerzo que
ambos procesos demandan nada aporta a lo que ya están convencidos de ser.
"La verdadera ignorancia no es la ausencia de conocimientos, sino el rehusarse
a adquirirlos" (Karl Popper). Crece el desprecio por el intelecto y
también por las que antes se consideraban normas básicas de respeto y de
urbanidad. Ingresamos a la era de la ignorancia y la grosería militantes,
justificadas en la alta valoración que cada uno tiene de sí mismo. Esto lleva a
suponer que uno ya es una obra concluida, certeza que se alcanza cada vez a
edades más tempranas. Es más, nos convencimos de que toda influencia, toda
enseñanza, representa una amenaza a lo que ya somos.
Tal vez sea en el proceso educativo donde mejor se advierte ese
individualismo, manifestado en la resistencia a dejarse influir. El ser alumno,
a cualquier nivel, requiere una disposición a aprender basada, precisamente, en
el reconocimiento previo de que algo nos falta, de que queremos o necesitamos
adquirir aquello de lo que carecemos o, al menos, que debemos desarrollar con
la ayuda de otros. Si no se admite la falta, es más, si orgulloso de ella se la
exhibe con desafiante despreocupación, no hay posibilidad alguna de superarla.
Sin esa actitud de humildad que está desapareciendo, no se es alumno.
De allí la paradoja hacia la que nos encaminamos aceleradamente: la de
una sociedad sin alumnos. Epícteto decía: "Es imposible aprender sobre lo
que se cree saber." Si actuamos como si los niños y los jóvenes fueran
iguales (o mejores) que sus padres o sus maestros y pensamos que nada tienen
que aprender de ellos, ¿Para qué la familia y la escuela? Si ya están
terminados, si son así, como son y ese ser así merece un respeto reverencial y
se erige en una muralla a toda intromisión, ¿cuál es el sentido de la
educación?
Deberíamos recuperar la noción, intrínsecamente humana, de que la vida
es un proceso de construcción personal permanente. Comprender que nunca somos así,
como somos, sino que nos hacemos a cada momento en contacto con otros seres
humanos que nos muestran nuestras posibilidades y ensanchan nuestra existencia.
Nadie nunca está terminado, todos debemos continuar completándonos con
esfuerzo. En realidad, jamás llegaremos a saber cómo somos, ya que la vida es
un proceso de edificación permanente.
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