La velocidad nos ayuda a apurar los tragos amargos. Pero
esto no significa que siempre debamos ser veloces. En los buenos momentos de la
vida, más bien conviene demorarse. Tal parece que para vivir sabiamente hay que
tener más de una velocidad. Premura en lo que molesta, lentitud en lo que es
placentero. Entre las cosas que parecen acelerarse figura -inexplicablemente-
la adquisición de conocimientos.
En los últimos años han aparecido en nuestro medio numerosos
institutos y establecimientos que
enseñan cosas con toda rapidez: "....haga el bachillerato en 6 meses, vuélvase perito mercantil en 3
semanas, avívese de golpe en 5 días, alcance el doctorado en 10
minutos....."
Quizá se supriman algunos... detalles. ¿Qué detalles?
Desconfío. Yo he pasado 7 años de mi vida en la escuela primaria, 5 en el
colegio secundario y 4 en la universidad. Y a pesar de que he malgastado
algunas horas tirando tinteros al aire, fumando en el baño o haciendo rimas
chuscas.
Y no creo que ningún genio recorra en un ratito el camino
que a mí me llevó decenios.
¿Por qué florecen estos apurones educativos? Quizá por el
ansia de recompensa inmediata que tiene la gente. A nadie le gusta esperar.
Todos quieren cosechar, aún sin haber sembrado. Es una lamentable
característica que viene acompañando a los hombres desde hace milenios.
A causa de este sentimiento algunos se hacen chorros. Otros
abandonan la ingeniería para levantar quiniela. Otros se resisten a leer las
historietas que continúan en el próximo número. Por esta misma ansiedad es que
tienen éxito las novelas cortas, los teleteatros unitarios, los copetines al
paso, las "señoritas livianas", los concursos de cantores, los libros
condensados, las máquinas de tejer, las licuadoras y en general, todo aquello
que ahorre la espera y nos permita recibir mucho entregando poco.
Todos nosotros habremos conocido un número prodigioso de
sujetos que quisieran ser ingenieros, pero no soportan las funciones
trigonométricas. O que se mueren por tocar la guitarra, pero no están
dispuestos a perder un segundo en el solfeo. O que le hubiera encantado leer a
Dostoievsky, pero les parecen muy extensos sus libros.
Lo que en realidad quieren estos sujetos es disfrutar de los
beneficios de cada una de esas actividades, sin pagar nada a cambio.
Quieren el prestigio y la guita que ganan los ingenieros,
sin pasar por las fatigas del estudio. Quieren sorprender a sus amigos tocando
"Desde el Alma" sin conocer la escala de si menor. Quieren darse
aires de conocedores de literatura rusa sin haber abierto jamás un libro.
Tales actitudes no deben ser alentadas, me parece. Y sin
embargo eso es precisamente lo que hacen los anuncios de los cursos acelerados
de cualquier cosa.
Emprenda una carrera corta. Triunfe rápidamente.
Gane mucho "vento" sin esfuerzo ninguno.
No me gusta. No me gusta que se fomente el deseo de obtener
mucho entregando poco. Y menos me gusta que se deje caer la idea de que el
conocimiento es algo tedioso y poco deseable.
¡No señores: aprender es hermoso y lleva la vida entera!
El que verdaderamente tiene vocación de guitarrista jamás
preguntará en cuanto tiempo alcanzará a acompañar la zamba de Vargas.
"Nunca termina uno de aprender" reza un viejo y amable lugar común. Y
es cierto, caballeros, es cierto.
Los cursos que no se dictan: Aquí conviene puntualizar
algunas excepciones. No todas las disciplinas son de aprendizaje grato, y en
alguna de ellas valdría la pena una aceleración. Hay cosas que deberían
aprenderse en un instante. El olvido, sin ir más lejos. He conocido señores que
han penado durante largos años tratando de olvidar a damas de poca monta (es un
decir). Y he visto a muchos doctos varones darse a la bebida por culpa de
señoritas que no valían ni el precio del primer Campari. Para esta gente sería
bueno dictar cursos de olvido. "Olvide hoy, pague mañana". Así
terminaríamos con tanta canalla inolvidable que anda dando vueltas por el alma
de la buena gente.
Otro curso muy indicado sería el de humildad. Habitualmente
se necesitan largas décadas de desengaños, frustraciones y fracasos para que un
señor soberbio entienda que no es tan pícaro como él supone. Todos -el soberbio
y sus víctimas- podrían ahorrarse centenares de episodios insoportables con un
buen sistema de humillación instantánea.
Hay -además- cursos acelerados que tienen una efectividad
probada a lo largo de los siglos. Tal es el caso de los "sistemas para
enseñar lo que es bueno", "a respetar, quién es uno", etc.
Todos estos cursos comienzan con la frase "Yo te voy a
enseñar" y terminan con un castañazo. Son rápidos, efectivos y
terminantes.
Elogio de la ignorancia: Las carreras cortas y los cursillos
que hemos venido denostando a lo largo de este opúsculo tienen su utilidad, no
lo niego. Todos sabemos que hay muchos que han perdido el tren de la
ilustración y no por negligencia. Todos tienen derecho a recuperar el tiempo
perdido. Y la ignorancia es demasiado castigo para quienes tenían que laburar
mientras uno estudiaba.
Pero los otros, los buscadores de éxito fácil y rápido, no
merecen la preocupación de nadie. Todo tiene su costo y el que no quiere
afrontarlo es un garronero de la vida.
De manera que aquel que no se sienta con ánimo de vivir la
maravillosa aventura de aprender, es mejor que no aprenda.
Yo propongo a todos los amantes sinceros del conocimiento el
establecimiento de cursos prolongadísimos, con anuncios en todos los periódicos
y en las estaciones del subterráneo.
"Aprenda a tocar la flauta en 100 años".
"Aprenda a vivir durante toda la vida".
"Aprenda. No le prometemos nada, ni el éxito, ni la
felicidad, ni el dinero. Ni siquiera la sabiduría. Tan solo los deliciosos
sobresaltos del aprendizaje".
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